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作者:DANIELA ESPINOZA 5 年以前

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Cuento: “Luna llena” (Edgar Allan García)

Cuento: “Luna llena” (Edgar Allan García)

Registró en vano los bolsillos en busca de un cigarrillo que sabía no tenía. ¿Acaso no había dejado de fumar hacía tres meses? La mujer se movió imperceptiblemente y volteó un poco más el rostro encendido.

Cerró los ojos para poder olerlo mejor. No podía saber que el hombre a sus espaldas también había cerrado los ojos mientras alargaba el cuello, el rostro y la nariz en busca de su cabellera.
señalando hacia él, invitándolo a rozarlas y a explorarlas con manos ávidas.
de pasarle los dedos por el cabello perfumado, de succionarle los lóbulos de las orejas, de acariciarle la cintura y atraerla con suavidad hacia él, hacia ese cuerpo recio que había empezado a resoplar como un lobo en celo.

Los dos permanecieron así durante varios segundos, suspendidos en el aire de la madrugada, con sus cuerpos temblorosos cada vez más cercanos. Entonces ella volvió como de un sueño. Un ruido lejano la había traído de regreso. Un ruido ronco, pesado, lento, como el de un viejo camión subiendo la cuesta.

Ella lo buscaría hasta el último día de su vida si era necesario y cuando por fin lo encontrara, no importaba dónde, se lanzaría como una demente a sus brazos y le diría, le susurraría, le gritaría todos sus sueños inconclusos, esos deseos crecientes como ascuas, aquellas mordeduras invisibles en los pezones encendidos, tantas cosas que ahora no podía siquiera expresar, sentada como estaba como un guiñapo bajo la inclemente ducha de agua fría.
O quizá no, quizá la próxima vez él se quedaría mudo de nuevo, rígido como una estatua de sal, espantado al verla tan frenética y desparpajada, al percibirla tan estúpidamente obsesiva
Pero cómo acercarse sin que ella se sobresaltara, sin que él pareciera un violador que intentaba sujetarla por los hombros y arrastrarla hacia la oscuridad del zaguán a sus espaldas. Cómo explicarle, sin que sonara ridículo, que ella le parecía conocida, que seguramente debían de haberse conocido en alguna reunión, en algún ascensor, en alguna calle de una ciudad o país que no lograba recordar. Cómo decirle que él, no sabía cómo ni por qué, se había estremecido al verla ahí, en medio de la noche, parada en la esquina de ese barrio desconocido.
toda la vida; para amarla para siempre, sí, para siempre, aunque lo que dijera le sonara cursi o estúpido.
El tiempo se había terminado. Ninguno de los dos lo sabía de manera consciente pero durante siglos y siglos se habían buscado sin encontrarse, y ese persistente desencuentro los había convertido en dos seres solitarios e infelices hacía tres mil años en Persia, ochocientos en Cantón y trescientos en Oklahoma.
Solo en Madagascar se habían encontrado durante unos breves minutos cuando él, que entonces era la madre de ella, murió durante el parto de su primogénito

Si Carlos no se lo hubiera encontrado en la calle, si no hubiera insistido tanto en que fuera a su fiesta de cumpleaños, si se hubiera dado cuenta con solo verlo que ahora estaba frente a un solitario irreductible, ante alguien a quien nunca le gustaron las celebraciones, que siempre había detestado los “hip hip hip hurra” y los “cumpleaños-feliz”, porque creía que en el fondo no había nada que celebrar.

¿No se ven acaso?, ¿quieren que les pase un espejo? mírense, son tristes, o peor aún, patéticos, les dijo, les gritó en silencio mientras bailaban indiferentes a su enfado. Entonces, no sabe aún cómo, dio un paso hacia atrás y luego otro hasta desaparecer por la puerta que alguien había dejado entreabierta. Se sintió mejor con la noche fría sobre sus hombros
con la soledad de las calles rodeándolo, con la luna arriba persiguiéndolo por entre aquel laberinto como una loba silenciosa, esa misma luna en la que desde niño creía ver una mujer, o más bien la sombra difusa de una mujer triste.

El silencio era casi total, apenas si se escuchaba un murmullo a lo lejos, en algún rincón del universo estrellado, en tanto la ciudad semejaba el luminoso telón de fondo de un teatro abandonado. Solo ella y él estaban vivos, percibiéndose cada vez más cerca, escuchándose respirar el uno al otro.

Si su auto recién salido de la mecánica no se hubiera dañado en aquel barrio desolado, si el celular que siempre llevaba en la cartera no hubiera agotado su batería en un momento tan crítico, seguramente a estas horas se estaría bañando antes de ir a la cama, desnuda como todas las noches,

Con oscura emoción se dio cuenta de que su perfume se esparcía como una lluvia secreta y que una parte muy íntima de ella había empezado a revolotear en brisa fría rumbo a las entrañas de aquel hombre misterioso.

Arriba la luna llena tenía un conejo tatuado en su vientre de harina, ¿o era un rostro? Sí, un rostro de hombre, de pronto se acordaba, aquel que había observado desde niña y ahora, pensándolo bien, se parecía mucho al hombre que permanecía silencioso a sus espaldas.

Cuento: “Luna llena” (Edgar Allan García)

Él se situó detrás de ella, con las manos en los bolsillos; no podía dejar de verla de arriba abajo, deteniéndose de vez en cuando en esas manos nerviosas que rebuscaban inútilmente dentro aquella cartera negra de boca desmesurada.

decidió buscar una estación de trole, un lugar medianamente céntrico donde esperar un milagro.

Ella miraba distraída la desembocadura de la calle principal y, de pronto, tuvo ganas de cerrar los párpados cansados, de replegarse para entrar en la queda oscuridad de sí misma

entonces lo sintió venir; fue un presentimiento nunca antes experimentado, un inesperado sobresalto que la puso a temblar cinco segundos antes de que él apareciera entre la penumbra de la calle lateral como un espectro emergiendo de las sombras.

Se encontraron después de muchos siglos y de al menos cuatro vidas de buscarse ilusionados e incansables, pero sin éxito. Ninguno de los dos sabía exactamente cómo habían llegado hasta la esquina de aquel barrio de casas descascaradas y se habían detenido justo ahí

descendió como un licor añejo por su garganta y le estalló en el plexo un segundo antes de bajar como un relámpago hasta su bajo vientre. Ella se movió apenas, lo justo como para mirar de reojo a aquel hombre que no se movía de sus espaldas y cuyo silencio no le hacía temer sino temblar con una rara emoción que le erizaba los vellos de la espalda.

Sentía al mismo tiempo sus nalgas brotadas, germinando bajo la seda negra, imantándose hacia él, dejándose acariciar por esas miradas que, ella sabía, la recorrían de arriba abajo con una avidez de fuego casi palpable.

No, no la conocía, y al mismo tiempo le era familiar. Sin saber qué hacer, se paró detrás de ella, en un ángulo desde el que ella no podía verlo. Mientras se balanceaba con las manos en los bolsillos, para su propia sorpresa empezó a desear que el taxi no llegara nunca y que ese extraño, pero intenso momento se congelara para siempre en su vida.

Ella, en un gesto maquinal movió sus cabellos hacia atrás y de inmediato él aspiró su perfume, una leve fragancia dulce y oleaginosa que entró por sus ternillas,

Fue entonces cuando se internó en la oscuridad de una callejuela tortuosa que prometía llevarlo a un lugar más iluminado, pero solo se encontró con otra más estrecha y tenebrosa que la anterior. Regresó, pero fue a parar a un callejón sin salida donde ladraba un perro insomne tras una malla desgarrada.